Carta lírica a otra mujer. Alfonsina Storni

Vuestro nombre no sé, ni vuestro rostro
conozco yo, y os imagino blanca,
débil como los brotes iniciales,
pequeña, dulce... Ya ni sé... Divina,
en vuestros ojos, placidez de lago
que se abandona al sol y dulcemente
le absorbe su oro mientras todo calla.

Y vuestras manos, finas, como aqueste
dolor, el mío, que se alarga, se alarga,
y luego se me muere y se concluye
así, como lo veis, en algún verso.

Ah, ¿sois así? Decidme si en la boca
tenéis un rumoroso colmenero,
si las orejas vuestras son a modo
de pétalos de rosa ahuecados...

Decidme si lloráis, humildemente,
mirando las estrellas tan lejanas
y si en las manos tibias se os duermen
palomas blancas y canarios de oro.

Porque todo eso y más, vos sois, sin duda
vos, que tenéis el hombre que adoraba
entre las manos dulces, vos la bella
que habéis matado, sin saberlo acaso,
toda esperanza en mí... Vos, su criatura.

Porque él es todo vuestro: cuerpo y alma
estáis gustando del amor secreto
que guardé silencioso... Dios lo sabe
por qué, que yo no alcanzo a penetrarlo.

Os lo confieso que una vez estuvo
tan cerca de mi brazo, que a extenderlo
acaso mía aquella dicha vuestra
me fuera ahora... Sí, acaso mía...

Mas ved, estaba el alma tan gastada
que el brazo mío no alcanzó a extenderse:
la sed divina, contenida entonces,
me pulió el alma....Y él ha sido vuestro!

¿Comprendéis bien? Ahora, en vuestros brazos
él se estremece y le decís palabras
pequeñas y menudas que semejan
pétalos volanderos y muy blancos.

¡Oh, ceñidle la frente! ¡Era tan amplia!
Arrancaban tan firmes los cabellos
a grandes ondas, que a tenerla cerca,
no hiciera yo otra cosa que ceñirla!

Luego dejad que en vuestras manos vaguen
los labios suyos; él me dijo un día
que nada era tan dulce al alma suya
como besar las femeninas manos...

Y acaso, alguna vez, yo, la que anduve
vagando por afuera de la vida,
-como aquellos filósofos mendigos
que van a las ventanas señoriales
a mirar sin envidia toda fiesta-

me allegue alguna vez a vuestro lado
y con palabras quedas, susurrantes,
os pida vuestras manos un momento,
para besarlas, yo, cómo él las besa...

Y al recubrirlas, lenta, lentamente,
vaya pensando: aquí se aposentaron
¿cuánto tiempo, sus labios, cuánto tiempo
en las divinas manos que son suyas?

Oh, qué amargo deleite, este deleite
de buscar huellas suyas y seguirlas
sobre las manos vuestras tan sedosas,
tan finas, con las venas tan azules!

Oh, que nada podría, ni ser suya,
ni dominarle el alma, ni tenerlo
rendido aquí a mis pies, recompensarme
este horrible deleite de ser mío
un inefable, apasionado rastro...

Y allí en vos misma, sí, pues sois barrera,
barrera ardiente, viva, que al tocarla
ya me remueve este cansancio amargo,
este silencio de alma en que me escudo,

este dolor mortal en que me abismo
esta inmovilidad del sentimiento,
que sólo salta bruscamente cuando
nada es posible!